Erase que se era un Señor llamado Bartolomé que en Gran Canaria vivió el sueño del turismo y el crecimiento acelerado. Un turismo maravilloso que trajo riqueza para las arcas de los gobiernos locales, la posibilidad de modernizar infraestructuras, la apertura al exterior y la posibilidad de personas como él de trabajar en algo que no fuera la agricultura o artesanía local. Bartolomé residía junto a sus padres en el pueblo de Tunte allá por la mitad de los años sesenta. Sin embargo, en plena adolescencia y a la vista de los acontecimientos que se sucedían en la costa del sur de Gran Canaria, decidió desplazarse hasta la misma para conseguir algún trabajo que mejorara la situación de su familia y que, especialmente, lo llevaran fuera de los pequeños terrenos agrícolas de sus padres. Pronto logró hacerse con un puesto de aprendiz en los trabajos de construcción de algunas plazas hoteleras y llevar a sus padres y hermanos los primeros frutos de su duro trabajo. Tras sólo unos pocos años se percató, a pesar de no tener formación y de no conocer más mundo que su tierra, que el perfil sur de la isla de Gran Canaria que tanto amaba estaba cambiando radicalmente. Sin embargo, “¿qué más daba?”, todo era abundante en aquel entonces, la tierra, la playa y sus dunas y el oasis de Maspalomas no parecían tener fin, y lo que es más, no parecía que aquellas nuevas construcciones pudieran afectar a tan impresionante y “fuerte” ecosistema.
Pasaron más de dos décadas y allá por finales de los ochenta Bartolomé era dueño de una pequeña empresa de transporte y de una lavandería que surtía a un número más que respetable de complejos turísticos de Playa del Inglés y San Agustín. Sin duda su vida había cambiado radicalmente. Ahora disponía de su propia empresa, residía en una adorable y coqueta casa no muy lejos del barranco de Maspalomas a la altura del antiguo poblado del mismo nombre y ahora llamado San Fernando y estaba felizmente casado con una buena mujer. Pino, su esposa, había estado trabajando en los tomateros del sureste de la isla hasta hacía bien poco, sin embargo, tras el cierre del último invernadero en el que trabajaba se decidió, ante la insistencia de su marido, a trabajar como camarera de pisos en unos de los complejos donde Bartolomé tenía buenos contactos. Además, el feliz matrimonio contaba con tres hijos para los cuales esperaban estar en disposición de ofrecer buenos estudios y darles todo lo que a ellos no les fue posible alcanzar. En algunas ocasiones Bartolomé y Pino al llegar la noche salían a pasear junto a sus hijos por las zonas turísticas que tan bien conocían. El ambiente era fantástico, numerosos turistas de diversas nacionalidades iban y venían por las calles y llenaban todos los establecimientos. Gran Canaria tenía, como hoy, un clima excepcional y la “venta” del sol y playa parecía no tener ningún eslabón débil. El bienaventurado matrimonio durante aquellos paseos conversaba, a veces, sobre aquellas voces críticas que desde hacía algún tiempo se empezaban a escuchar las cuales esgrimían que la construcción estaba afectando seriamente al litoral de la isla y que su materia prima, las Dunas de Maspalomas, empezaban a resentirse de su brutal explotación. Sin embargo, pensaban ellos, “¿porqué exagerar?, a nosotros nos va muy bien y nuestro ayuntamiento es de los más ricos del país ¿para qué preocuparse? Cuando se necesite se actuará sobre las instalaciones o sobre el ecosistema pues allí estarán los políticos que tan buena fortuna hasta la fecha nos han traído”… Sin embargo los ayuntamientos turísticos no reinvertían en la renovación de las plazas hoteleras y en las infraestructuras públicas y si lo hacían sólo eran parches. La cuestión ecológica y equilibrio medioambiental no eran tenidos en cuenta en los nuevos proyectos, y además no importaba crear nuevas plazas hoteleras sin mayor ofrecimiento de divertimento que piscinas, sol y playa sin buscar más alternativas. Estos problemas locales unidos a una fuerte crisis internacional condujeron a Gran Canaria a la acentuación de su crisis turística de principios de los años noventa.
Tras aquellos duros años Bartolomé y su esposa desistieron de viajes de placer, despidieron a dos empleados de la lavandería además de tener que prescindir de un viejo amigo del transporte bien respetado y querido. Pino, por su parte, no pudo mantener su empleo de camarera de pisos y tuvo que dedicarse personalmente al negocio de la lavandería para suplir la falta de personal. Además, a nivel local, durante aquellos años sucedió algo que parecía imposible, y muchos propietarios de plazas hoteleras en explotación tuvieron que vender a particulares un importante número de apartamentos o bungalows: era el principio de la conversión a residencial de una de las más fructíferas y bellas zonas turísticas… al menos bellas en algún momento del pasado. Sin embargo aquellos malos años no duraron siempre y los años finales de la década de los noventa y el principio del nuevo siglo parecieron dar un respiro a la familia compuesta por Bartolomé, Pino y sus hijos. En cuanto a éstos, dos habían conseguido plaza en la recién nacida Universidad de Las Palmas de Gran Canaria para estudiar Derecho e Ingeniería Industrial respectivamente en su propia isla (gracias a una multitudinaria manifestación en la capital en 1.988 de más de trescientas mil personas para que el gobierno Canario dejara de boicotear nuestro progreso en favor del monopolio tinerfeño), puesto que de no ser así no habrían podido costear los estudios universitarios fuera de Gran Canaria. Mientras tanto el tercero de sus hijos había decidido dejar los estudios y trabajar como Oficial de Mantenimiento en un hotel de renombre en el sur de la isla.
Sin embargo los años han seguido su curso y ahora Bartolomé y su esposa empiezan a entender porqué desde hacía algunos años existían voces críticas que se alzaban en contra del crecimiento especulativo, de la construcción en general y la turística en particular. Las Dunas de Maspalomas, el mayor reclamo turístico y por tanto materia prima esencial están en declive, los nuevos proyectos no incluyen actividades de interés, no existen servicios de restauración de primer o segundo nivel, no existen proyectos serios de parques temáticos bellos y respetuosos con el medio ambiente y aquellos que poseemos no les damos propaganda (Palmitos Park y Aqualand entre tantos otros) y lo peor es que preferimos anunciar el Loro Parque, el Lago Martianez, Las Cañadas del Teide y el Sean Park en nuestros paneles publicitarios o en nuestro coches con pegatinas, no existen medios de transporte que faciliten la movilidad del turista y que hagan a éste consumir en otras partes de Gran Canaria, no creamos ni explotamos ni cuidamos nuestros monumentos y yacimientos arqueológicos (como el de Arteara en la carretera de Fataga entre tantos otros), no somos capaces de mantener nuestros mejores museos (como el Museo Canario), nos cuesta dar a conocer internacionalmente hechos históricos (como qué Cristóbal Colón hizo escala en Las Palmas Gran Canaria antes de descubrir América y que partió de las costas de Maspalomas en su último viaje a dichas tierras). Y lo que es peor, nuestros ayuntamientos turísticos que uno vez fueron ricos ahora están mendigando para intentar renovarlo todo (o eso nos cuentan).
Bartolomé y Pino ahora sufren por el futuro de sus hijos. El más pequeño ha sido despedido en esta nueva crisis económica del hotel donde trabajaba como Oficial de mantenimiento. El mayor, el estudiante de derecho, trabaja en una entidad bancaria en la capital de la isla sumida en la preocupación pues claro, la mayoría de las empresas clientes de esta entidad eran empresas de construcción o empresas turísticas que se han venido abajo, y el hijo ingeniero lleva años buscando quién le acepte algunos de sus proyectos innovadores pero sólo ha conseguido un puesto cómo comercial de productos de telefonía móvil.
Ante este panorama Bartolomé y Pino miran por la ventana de su casa en San Fernando y ven como el personal contratado del Ayuntamiento asfalta su calle y pinta de blanco el borde de sus jardines, claro, queda poco para las elecciones y hay que conseguir votos, pero el matrimonio se ha vuelto ahora más listo y piensa “¿de qué sirve que me asfalten la calle y nos pinten los bordes de mi zona?” Sólo sirven los proyectos inteligentes que regeneren la actividad turística y urbanística de la isla y el ofrecimiento de mayores y mejores ofertas de ocio, sólo sirven los proyectos de transportes limpios y modernos, proyectos del aprovechamiento del espacio insular, la publicidad inteligente de aquello que podemos vender al exterior así como el reclamo popular a nuestros políticos que no se nos compra el voto con asfaltarnos una carretera, concedernos un vado, hacernos una escalera, pintarnos los bordes de los jardines, etc. Que sepan que deben ganarse nuestro voto proporcionándonos un futuro con proyectos serios, económicamente posibles, medioambientalmente respetuosos y que concedan a Gran Canaria la modernidad y lugar que merece. Debemos hacer cambiar a nuestros Ayuntamientos y políticos grancanarios en general y debemos hacernos oír en el Gobierno y Parlamento Autónomo para que desde las fuerzas políticas de Tenerife que en esas esferas nos gobiernan no boicoteen más nuestros proyectos de progreso.